Jorge cuidaba la iglesia los días de semana.
Los lunes, cuando el padre ya se había ido y las últimas señoras del pueblo dejaban el altar solo, él subía al campanario y escribía canciones, decía que se las enviaba dios, cada letra escrita era una experiencia mística, eso decía él, o por lo menos así debía ser.
Jorge no era viejo, era casi un niño, pero era sabio y cuando sonreía su rostro se iluminaba.
Los lunes, cuando el padre ya se había ido y las últimas señoras del pueblo dejaban el altar solo, él subía al campanario y escribía canciones, decía que se las enviaba dios, cada letra escrita era una experiencia mística, eso decía él, o por lo menos así debía ser.
Jorge no era viejo, era casi un niño, pero era sabio y cuando sonreía su rostro se iluminaba.
Pero había algo que no le gustaba a Jorge, la biblia. No le gustaba leerla porque decía que el borde dorado del papel le cortaba los dedos.
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